LOS ATAQUES ARMADOS CON DRONES EN DERECHO INTERNACIONAL*
Universidad de Deusto
Los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos y la respuesta por parte del gobierno norteamericano y de alguno de sus aliados han venido a poner en cuestión el alcance y la aplicación de algunas categorías básicas tanto del Derecho internacional público en general como del Derecho internacional humanitario (DIH) y del Derecho internacional de los derechos humanos (DIDH) en particular1. La proclamación por parte de la Administración de George W. Bush de que nos encontramos en un escenario de «guerra contra el terrorismo»2 (war on terror) ha hecho tambalearse alguno de los cimientos del Derecho internacional contemporáneo trabajosamente construidos desde 1945. Desde la creación del centro de detención de Guantánamo hasta la utilización sistemática de la tortura como forma de interrogar a presuntos terroristas, pasando por el empleo de asesinatos selectivos como medio para interceptar a militantes de la red terrorista Al-Qaeda, lo cierto es que todas estas prácticas suscitan serias dudas tanto desde el punto de vista jurídico como desde un plano estrictamente ético. Es en este contexto de lucha contra el terrorismo donde se enmarca la creciente utilización de aparatos aéreos no tripulados3, conocidos popularmente como drones 4, tanto para labores de vigilancia como para la eliminación de terroristas de Al-Qaeda. Debemos reconocer que los drones se han convertido en un elemento estratégico clave dada la naturaleza asimétrica de la mayor parte de los conflictos contemporáneos y dadas las ventajas asociadas a su utilización. Todo ello apunta a que la extensión del uso de drones con fines militares es un proceso de carácter irreversible. Tal y como ha señalado el Relator Especial sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias, Christof Heyns, «los drones están aquí para quedarse»5.
El presente artículo tiene por objeto analizar las principales cuestiones jurídico-internacionales planteadas por la utilización de los drones por parte de Estados Unidos en teatros de operaciones tan distintos como Afganistán, Irak, Pakistán, Yemen o Somalia. Mientras que la primera parte del artículo está destinada a describir los pros y los contras de la creciente utilización de drones en los conflictos armados contemporáneos, en la segunda abordamos los principales interrogantes de carácter jurídico-internacional. Así, analizamos la legalidad de los drones como arma de guerra per se, su legalidad desde el punto de vista del ius ad bellum y del ius in bello para, por último, entrar de lleno en su consideración desde la óptica del DIDH. Si bien los drones no constituyen un arma prohibida por el DIH debido a su carácter indiscriminado, su utilización en el marco de un conflicto armado se debe regir en todo momento por los principios de distinción, proporcionalidad, necesidad militar y humanidad. Lo cierto es que los datos que resultan de la práctica de la utilización de los drones nos hacen acercarnos a este artefacto bélico con notables precauciones. Si el uso de los drones se produce, en cambio, en una situación en la que no nos encontramos en un conflicto armado, las normas del DIDH hacen que sea prácticamente imposible su justificación legal.
El uso de los aparatos aéreos no tripulados pilotados por control remoto no es un fenómeno nuevo en el marco de los conflictos armados. Existen antecedentes de utilización de drones con fines de vigilancia tanto durante la Primera como durante la Segunda Guerra Mundial, así como en la guerra de Corea. El paso de labores de vigilancia a tareas de combate llega con la guerra de Vietnam, las operaciones del ejército israelí en Líbano en 1982 y con las guerras de los Balcanes en los años noventa, en particular con las operaciones de la OTAN en Kosovo6. Ahora bien, la explosión en la utilización de drones equipados con armamento pesado ha venido de la mano de la lucha contra el terrorismo tras los atentados del 11 de septiembre.
Se calcula que actualmente más de setenta Estados cuentan con drones para ser utilizados en labores de vigilancia doméstica o en operaciones militares, o están desarrollando la tecnología apropiada para su construcción, e incluso hay evidencias de que algunos grupos armados de carácter no estatal también han accedido a este tipo de artefactos7. Estamos asistiendo, en opinión del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos, a un claro ejemplo de proliferación a escala global de este tipo de tecnología8. Es por ello que observamos una creciente atención al fenómeno de los drones tanto por parte de las fuerzas armadas como por parte de los Ministerios de Defensa y de Interior, así como por parte de la industria militar, la opinión pública y los medios de comunicación. La investigación y el desarrollo de estos aparatos pilotados por control remoto mueve un negocio en franca expansión, que ha pasado a formar parte de lo que el presidente Eisenhower denominó el «complejo militar-industrial», una alianza de intereses que se retroalimenta entre altos sectores del Ministerio de Defensa y de las fuerzas armadas y las grandes empresas del sector aeronáutico y del sector militar. Según estimaciones de la industria dedicada a la fabricación de los drones, entre 2011 y 2020 se invertirán solamente en Estados Unidos alrededor de 94 billones de dólares9. Hasta ahora, el liderazgo lo han llevado empresas norteamericanas e israelíes, pero hay otros países como China, Gran Bretaña10, Irán, Sudáfrica o Colombia que están promoviendo la inversión en un sector con un gran futuro económico11.
Como hemos puesto de manifiesto, la actual escalada en la utilización de los drones con fines militares se ha producido tras los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. El mantra de la «guerra contra el terrorismo» se ha convertido en el caldo de cultivo idóneo para la justificación de un uso cada vez más frecuente de los aparatos no tripulados para llevar a cabo asesinatos selectivos de militantes de la red terrorista Al-Qaeda. Fue la Administración Bush la que comenzó a utilizar asiduamente los drones en el marco de operaciones militares en Afganistán e Irak. En este contexto, la guerra contra el terrorismo se configura como un conflicto armado en el que no existen limitaciones ni espaciales ni temporales; nos encontramos ante una guerra sin fin contra los terroristas, se encuentren donde se encuentren, en la que rigen las reglas del DIH12. Contra todo pronóstico, ha sido bajo la Administración del presidente Barack Obama cuando se ha intensificado el programa de asesinatos selectivos con drones y se ha ampliado notablemente el ámbito geográfico donde se utilizan los citados aparatos bélicos para incluir países como Pakistán, Somalia o Yemen, donde no está tan claro que Estados Unidos se encuentre en una situación de conflicto armado con los grupos terroristas que operan en esos territorios. La Administración Obama trató de distanciarse desde la misma toma de posesión del presidente en enero de 2009 de la retórica de la «guerra contra el terrorismo»13. En palabras del propio Obama, «debemos definir nuestro esfuerzo no como una guerra global contra el terrorismo sin ningún tipo de límite, sino más bien como una serie de esfuerzos persistentes dirigidos a desmantelar redes de extremistas violentos que amenacen a América»14. Ahora bien, en el mismo discurso, en un pronunciamiento que parece contradecir su afirmación anterior, Obama señala que «Estados Unidos está en guerra con Al-Qaeda, los talibanes y fuerzas asociadas»15 (la cursiva es nuestra). Y finaliza su discurso con una referencia al elemento temporal de la lucha contra el terrorismo, señalando que «nuestro esfuerzo sistemático para desmantelar organizaciones terroristas debe continuar. Pero esta guerra, como todas las guerras, debe tener un final»16. Por tanto, a pesar de los proclamados intentos de alejarse de la doctrina de la «guerra contra el terrorismo», lo cierto es que este contradictorio discurso de Obama y, sobre todo, las prácticas desplegadas en la utilización de los drones en el marco de la lucha contra el terrorismo, revelan cambios más cosméticos y de retórica que transformaciones reales en las grandes líneas de la política antiterrorista. Como ha puesto de relieve Robert Barnidge a este respecto, «Guantánamo sigue abierto, Estados Unidos no ha ratificado el Estatuto de la Corte Penal Internacional, y muchas de las políticas contra el terrorismo de la Administración Bush siguen en pie, aunque sin utilizar el lenguaje de la guerra contra el terrorismo »17.
En lo relativo al programa de drones bajo la Administración Obama, observamos una enorme escalada en el número de ataques selectivos desde que Obama asume la Presidencia18. Aunque no podemos contar con datos totalmente fiables, dado el secretismo que rodea todo lo relacionado con las operaciones militares con drones y dada la dificultad del acceso a la información en el terreno por cuestiones de seguridad, se calcula que los ataques selectivos con drones se han multiplicado por más de cinco desde 200919. Asimismo, otra de las características del programa de drones bajo la Administración Obama es el incremento de los denominados «signature strikes»20, ataques basados en las características y en los patrones de comportamiento de las personas y grupos, y no en la demostrada identidad y en la participación de las personas que van a ser eliminadas en actividades terroristas («personality strikes»). Como veremos más adelante, estos ataques basados en presunciones de pertenencia a un grupo terrorista y de participación directa en las hostilidades basadas en patrones de comportamiento suscitan una seria preocupación desde la óptica de principios básicos del DIH como son los principios de distinción entre civiles y combatientes, de humanidad, de proporcionalidad y de precaución21, ya que amplían notablemente las personas que pueden convertirse en objetivos legítimos de un ataque con drones22.
El principal argumento que utilizan los defensores de los drones como arma legítima en la lucha contra el terrorismo de Al-Qaeda es su extraordinaria efectividad. Los aparatos aéreos pilotados por control remoto se han convertido en un medio extremadamente eficiente para eliminar terroristas que suponen una amenaza para Estados Unidos y, además, previenen la organización de futuros ataques contra intereses norteamericanos. De acuerdo con datos recogidos por la New America Foundation, desde que Obama se instala en la Casa Blanca se han eliminado con drones más de 3.000 militantes talibanes y de Al-Qaeda, entre los cuales se encontraban más de 50 destacados líderes de estos grupos, líderes que no se reemplazan fácilmente23. Además, lo hacen «con un costo relativamente pequeño, sin riesgo para tropas norteamericanas y con menos bajas civiles que las que otros medios alternativos hubieran ocasionado»24. Es fundamentalmente la ausencia de riesgos para pilotos y soldados norteamericanos, que no se tienen que desplegar sobre el terreno, la que explica la alta popularidad que continúan teniendo los drones entre la opinión pública norteamericana25.
La efectividad de los drones va acompañada de su enorme precisión en tareas de vigilancia durante largos períodos de tiempo a personas sospechosas de llevar a cabo acciones terroristas26, lo que redunda en beneficio de la garantía del principio de distinción entre combatientes y civiles27. Es más, esa precisión se extiende al ataque en sí, que se va a poder dirigir con una exactitud casi quirúrgica únicamente a las personas que son consideradas como objetivos legítimos, limitando al máximo los daños colaterales. Esta precisión quirúrgica contribuiría a un mayor respeto de otro de los principios esenciales del DIH, el principio de proporcionalidad entre los beneficios militares conseguidos por el ataque y los daños causados. Como afirma en este sentido Laurie Blank, los drones parecen estar «especialmente bien diseñados para el cumplimiento de estas obligaciones»28.
Si bien debemos reconocer que la tecnología ofrece avances muy relevantes para el desarrollo de las hostilidades en el marco de un conflicto armado, obviamente también hay algunas sombras que planean sobre el uso de los drones. En primer lugar, la decisión de llevar a cabo un ataque con un dron contra un determinado objetivo debe estar basada en información muy precisa y muy fiable recogida por los servicios de inteligencia. A pesar de que los avances tecnológicos, incluyendo la utilización de aparatos aéreos no tripulados, han mejorado sensiblemente las capacidades de los servicios de inteligencia para recabar información antes de realizar un ataque, debemos reconocer que siguen existiendo fallos y lagunas que nos exigen aproximarnos a esta cuestión con ciertas precauciones. De hecho, nos enfrentamos ante uno de los principales problemas detectados en el uso de los drones: la escasa fiabilidad de algunas de las fuentes de inteligencia29, sobre todo en contextos tan complejos y tan alejados de los patrones occidentales como los que se dan en Afganistán, Pakistán30, Yemen o Somalia, donde los yihadistas se entremezclan con la población civil como parte de su estrategia. Según un informe reciente de la Universidad de Columbia y del Center for Civilians in Conflict (CIVIC), la supuesta precisión milimétrica de los ataques con drones está muy condicionada por «fallos sistemáticos en la inteligencia sobre la que se basan dichos ataques, entre los que destacan las limitaciones técnicas de la propia video-vigilancia,... la comprensión cultural y la fiabilidad de los informantes locales y de los propios gobiernos con los que se coopera»31.
Otro aspecto que cuestiona la precisión de los drones es lo que técnicamente se conoce como «latencia», que se refiere a «la diferencia entre el movimiento en el terreno y la llegada de la imagen de video vía satélite al piloto del dron»32. Esta diferencia puede hacer que el ataque no sea tan preciso como supuestamente debería ser. Además, el radio de acción de la explosión de un misil Hellfire de los que se lanzan desde los drones puede llegar a los quince o veinte metros, lo que, junto a la metralla que se proyecta en cada explosión, puede hacer que las consecuencias del impacto se extiendan bastante más allá del objetivo inicialmente identificado33.
El impacto en la población civil de la utilización de los drones no se limita tan sólo a las personas que se ven directamente afectadas por las consecuencias físicas y socioeconómicas de un ataque, sino que la vida y la conducta de poblaciones enteras se van a ver muy condicionadas por el sobrevuelo constante de estos aparatos y el temor ante un ataque en cualquier momento. El sobrevuelo de los drones veinticuatro horas al día en determinadas zonas de Pakistán y los ataques previos en casas, vehículos o espacios públicos sin ningún tipo de advertencia previa, han generado una sensación de terror entre hombres, mujeres y niños, dando lugar a fenómenos de ansiedad y estrés post-traumático entre la población34. El temor ante un nuevo ataque con drones ha afectado hasta tal punto la sensación de seguridad que «ha acabado minando la voluntad de la población de participar en actividades sociales como reuniones comunitarias, funerales o el simple hecho de enviar a sus hijos al colegio»35.
Otro riesgo asociado a la creciente utilización de drones en la lucha contra el terrorismo es lo que se conoce como la «mentalidad Play-Station»36. Este fenómeno alude al riesgo de que el manejo de los drones para ataques selectivos se acabe convirtiendo en una especie de juego virtual37, con una clara disociación física entre una decisión con consecuencias fatales que se toma desde un lugar que se encuentra a miles de kilómetros de la realidad sobre el terreno. Ello tendría como consecuencia que la decisión de «eliminar» a una persona se convierte en una decisión mucho más sencilla y aséptica, dada la distancia tanto física como emocional entre el operador del dron a miles de kilómetros de distancia y el presunto terrorista que va a ser eliminado38. Algunos apuntan a que esta disociación tanto física como emocional puede conducir a una cierta des-sensibilización y a una «mayor propensión a matar»39. En cambio, desde otros ángulos se señala que este supuesto efecto psicológico de la mentalidad Play-Station no deja de ser un mito que no ha sido contrastado científicamente40. Al contrario, la distancia física, la calma, la ausencia de estrés y de cualquier tipo de peligro con la que se toman las decisiones en una sala con aire acondicionado a miles de kilómetros del campo de batalla pueden permitir decisiones mucho más racionales y consistentes con los principios básicos del DIH y del DIDH, que cuando esas decisiones se toman desde un avión de combate41.
Consideraciones estratégicas también pueden estar en la base del cuestionamiento del uso sistemático de los drones en operaciones antiterroristas. El propio John O. Brennan, asesor del presidente de Estados Unidos en asuntos de seguridad y política antiterrorista, ha manifestado que, a la hora de tomar la decisión de eliminar a un terrorista mediante un ataque con drones, se tienen en cuenta las «implicaciones estratégicas de cada acción»42. A pesar de este claro pronunciamiento, algunos ponen de relieve que «el problema para Washington es que el programa de drones ha cobrado vida propia, hasta tal punto que la táctica acaba dominando a la estrategia»43. La principal crítica vertida al programa de drones de Estados Unidos es que los ataques selectivos y el sobrevuelo constante de estos aparatos pilotados por control remoto no gozan de apoyo popular en los países en los que se utilizan, lo que puede contribuir a dañar las relaciones estratégicas con esos países que son clave en la lucha contra el terrorismo, como ha ocurrido claramente en el caso de Pakistán. En última instancia, los drones «fomentan sentimientos anti-americanos y acaban minando la credibilidad de Estados Unidos no sólo en Pakistán sino en toda la región»44. La encuesta ya citada del Pew Research Center sobre la opinión acerca del uso de los drones revela que Pakistán cuenta con uno de los niveles de apoyo popular más bajo, con un escaso 5 por 100 (solamente superado en falta de apoyo por Jordania y Palestina)45. Este desencuentro entre la población a la que supuestamente se va a ayudar y la política de uso de drones por parte de Estados Unidos puede acabar teniendo el efecto contraproducente de fomentar actitudes de revancha y de simpatía hacia los grupos terroristas46. Como se ha señalado a este respecto, «los drones han reemplazado a Guantánamo como herramienta de reclutamiento de nuevos terroristas»47.
Por último, el programa de drones también suscita dudas al poder convertirse en un peligroso precedente tanto para otros países como para actores no estatales que quieran seguir la senda iniciada por Estados Unidos e Israel, abriendo una caja de Pandora de imprevisibles consecuencias48. La creciente percepción de los drones como una estrategia exitosa en la lucha contra el terrorismo puede hacer que se conviertan en «la norma y desplacen otras alternativas que podrían ser mucho más respetuosas con la población civil»49. El mismo Obama es consciente del poder que tienen los drones para sentar un precedente cuando admite que su uso «definirá el tipo de nación (y de mundo) que dejamos a nuestros hijos»50.
Una de las reglas fundamentales que regulan los métodos de guerra en el marco del DIH es que dichos medios tienen límites51. Como dispone al respecto el art. 35.1 del Protocolo I Adicional a los Convenios de Ginebra de 1949 relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados internacionales52, «en todo conflicto armado, el derecho de las Partes en conflicto a elegir los métodos o medios de hacer la guerra no es ilimitado» (la cursiva es nuestra)53. Uno de los límites se concreta en la prohibición de aquellas armas y métodos de hacer la guerra «que causen males superfluos o sufrimientos innecesarios»54. El otro límite se refiere a la prohibición de las armas cuyo uso tiene un carácter indiscriminado, es decir, no tienen capacidad para «dirigirse contra un objetivo militar concreto»55 o «cuyos efectos no sea posible limitar conforme a lo exigido por el presente Protocolo»56. Estas normas, según Yoram Dinstein57, habrían adquirido el carácter de Derecho internacional consuetudinario, obligando, por tanto, a todos los actores que intervienen en un conflicto armado.
Una de las consecuencias más relevantes de estas limitaciones a las armas y a los métodos de guerra es que cuando se está desarrollando un arma nueva, los Estados tienen que llevar a cabo un estudio en profundidad sobre su compatibilidad con las limitaciones que acabamos de mencionar58. Éste es el sentido del art. 36 del Protocolo I Adicional que venimos comentando cuando establece que
La verdad es que, como concluyen la mayor parte de los autores que han analizado esta cuestión, dadas las capacidades técnicas de los drones y sus posibilidades en cuanto a la vigilancia constante de un determinado objetivo militar, no podemos considerar que per se constituyan un método de guerra indiscriminado que esté prohibido por el DIH60. Al contrario, si se utilizan adecuadamente, los drones se pueden convertir en armas que pueden discriminar con un alto grado de precisión entre objetivos militares y población civil y, en consecuencia, pueden minimizar en gran medida los daños colaterales61. Ahora bien, esta afirmación es adecuada cuando los drones se utilizan en el marco de un conflicto armado regulado por el DIH. En cambio, cuando no nos encontramos en un escenario de conflicto armado, cuando el marco legal aplicable es el del DIDH, la justificación de los drones resulta mucho más problemática, como vamos a ver más adelante.
Un primer aspecto que tenemos que abordar es la caracterización jurídica de la respuesta armada, incluyendo el uso de drones, por parte de un Estado ante un ataque terrorista, sobre todo tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 y la emergencia del terrorismo como un fenómeno de alcance global.
Como sabemos, uno de los principios estructurales del Derecho internacional contemporáneo se refiere a la prohibición del uso de la fuerza en las relaciones internacionales62, principio que se ha convertido en una norma de naturaleza consuetudinaria63. El art. 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas establece que «los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado...». Solamente hay tres excepciones a este principio: el consentimiento del Estado en el que tiene lugar la respuesta armada, la legítima defensa y la autorización del uso de la fuerza por parte del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Si no nos encontramos ante ninguna de estas excepciones, un ataque armado constituiría un acto de agresión prohibido por el Derecho internacional. Así fue considerado por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas el asesinato selectivo de Khalil Al-Wazir, más conocido como Abu Yihad, por parte de los servicios secretos de Israel en Túnez el 16 de abril de 198864.
La tercera excepción a la que nos hemos referido relativa a la autorización por parte del Consejo de Seguridad es inaplicable en la mayor parte de los escenarios en los que se utilizan los drones, ya que la única operación militar que cuenta con el aval del máximo órgano de las Naciones Unidas en materia de paz y seguridad es la que ha tenido lugar en Afganistán65. Por tanto, solamente nos quedan las otras dos excepciones para poder explorar la justificación del uso de drones en la lucha contra el terrorismo.
Una de las excepciones más relevantes al principio de la prohibición del uso de la fuerza en las relaciones internacionales es la legítima defensa66. Como establece la Carta de las Naciones Unidas en su art. 51:
El principal argumento al que alude Estados Unidos para justificar la utilización de drones en la lucha contra el terrorismo es su derecho a la legítima defensa ante ataques que constituyen una amenaza y ponen en peligro su seguridad67. Uno de los pronunciamientos más claros a este respecto ha venido de la mano de la Asesoría Jurídica del Departamento de Estado cuando afirma que «desde el punto de vista del Derecho internacional, Estados Unidos está en una situación de conflicto armado con Al-Qaeda, así como con los talibanes y fuerzas asociadas, en respuesta a los terribles atentados del 11 de septiembre, por lo que puede recurrir al uso de la fuerza basándose en su derecho inmanente a la legítima defensa»68.
Un primer aspecto que hay que analizar es la naturaleza y el alcance de los ataques, es decir, si se puede considerar que dichos ataques han cruzado el umbral exigido para ser calificados como un «ataque armado», tal y como exige la Carta de las Naciones Unidas, que abra las puertas a la legítima defensa. Como observó la Corte Internacional de Justicia en el Caso de las Actividades Militares y Paramilitares en y contra Nicaragua, es necesario distinguir «las formas más graves de uso de la fuerza (aquellas que constituyen un ataque armado) de otras formas menos graves»69. Hay algunos que defienden que los ataques de Al-Qaeda, incluso teniendo en cuenta el conjunto de todos los ataques lanzados por esta red terrorista desde principios de los años noventa, no constituyen una ofensiva militar a gran escala, lo que no daría lugar al ejercicio del derecho a la legítima defensa por parte de Estados Unidos70. Sin embargo, ésta no es la postura mayoritaria ni entre la doctrina71 ni entre los Estados. Lo cierto es que, como señala Oriol Casanovas, con las Resoluciones 1368 (2001) y 1373 (2001) del Consejo de Seguridad «parece que la comunidad internacional quiso ampliar la noción de legítima defensa y considerar los ataques terroristas como susceptibles de enmarcarse en el concepto de ataque armado del art. 51 de la Carta»72. Ahora bien, esta afirmación puede servir en relación con los atentados del 11 de septiembre u otros ataques llevados a cabo por ciertos grupos terroristas desde la zona fronteriza de Pakistán con Afganistán contra intereses norteamericanos. Sin embargo, es mucho más difícil que las acciones terroristas del tipo de las que están aconteciendo en Somalia o en Yemen alcancen la intensidad y la gravedad necesarias como para constituir un ataque armado en el sentido del art. 51 de la Carta de las Naciones Unidas. Como ha señalado Philip Alston al respecto, «sólo en muy contadas ocasiones un actor no estatal que no esté vinculado con algún Estado estará en disposición de llevar a cabo el tipo de ataques armados que darían lugar al derecho a utilizar la fuerza con carácter extraterritorial»73.
Otro elemento que ha suscitado una notable controversia tiene que ver con el actor del ataque armado que puede dar lugar a la legítima defensa. La interpretación tradicional establece que solamente los ataques armados llevados a cabo por Estados pueden servir de base para poner en marcha la legítima defensa. Esta postura ha sido avalada en gran parte por la Corte Internacional de Justicia. Como puso de manifiesto la Corte en la Opinión Consultiva relativa a la Construcción de un Muro en los Territorios Palestinos Ocupados, «el art. 51 de la Carta reconoce la existencia de un derecho inmanente de legítima defensa en el caso de un ataque armado de un Estado contra otro Estado»74 (la cursiva es nuestra). Ahora bien, en ese mismo párrafo, la Corte deja abierta la puerta abierta a una interpretación diferente, ya que dice que «la situación es distinta a la contemplada por las Resoluciones 1368 (2001) y 1373 (2001) del Consejo de Seguridad y, por tanto, Israel no podría invocar estas resoluciones para apoyar su pretensión de estar ejercitando su derecho de legítima defensa»75. Parece que, a sensu contrario, si la situación fuera similar, Israel sí podría invocar las citadas resoluciones que, como ya sabemos, fueron aprobadas tras los ataques terroristas del 11 de septiembre, ataques cometidos por un actor no estatal como Al-Qaeda. Es esta matización de la Corte la que le permite al juez Kooijmans señalar, en una opinión separada, que nos encontramos ante «una nueva aproximación al concepto de legítima defensa»76, postura compartida por la juez Rosalyn Higgins. Para la juez británica, «con todo el respeto, no hay nada en el texto del art. 51 que estipule que la legítima defensa solamente opera cuando el ataque armado sea cometido por un Estado»77. En un asunto contencioso dirimido un año más tarde, en 2005, la Corte perdió la oportunidad de haber dado un paso más y haber clarificado su postura expresada en la Opinión Consultiva que acabamos de analizar78. Dado que las circunstancias tanto jurídicas como fácticas para el ejercicio de la legítima defensa por Uganda contra la República Democrática del Congo no estaban presentes, ya que los ataques contra Uganda no provinieron de las fuerzas armadas congoleñas sino de las denominadas Allied Democratic Forces (ADF), la Corte no vio «la necesidad de responder a los argumentos de las Partes en cuanto a si, y bajo qué circunstancias, el Derecho internacional contemporáneo reconoce el derecho de legítima defensa frente a ataques a gran escala por parte de fuerzas irregulares»79. En este caso, el juez Kooijmans también emitió una opinión separada en la que reiteró, con más rotundidad si cabe, la postura expresada en la Opinión Consultiva de 2004. En su opinión, «si los ataques por grupos irregulares, dados su escala y sus efectos, hubieran tenido que ser clasificados como un ataque armado si se hubieran llevado a cabo por las fuerzas armadas regulares, no hay nada en el lenguaje del art. 51 de la Carta que impida al Estado víctima ejercer su derecho inmanente de legítima defensa»80. Esta interpretación evolutiva del derecho de legítima defensa frente a ataques de actores no estatales ha encontrado una acogida mayoritaria tanto entre la doctrina como entre los Estados81. Como ha señalado en este sentido Andrew C. Orr, «la aquiescencia de la comunidad internacional al uso de la fuerza armada en Afganistán por parte de Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre sirve para reforzar la postura en torno a que los ataques por actores no estatales pueden justificar el uso de fuerza armada defensiva»82.
Una vez admitido que, en principio, los ataques lanzados por grupos terroristas que cruzan un determinado nivel de intensidad pueden llegar a ser considerados excepcionalmente como un ataque armado, y que dichos ataques de un actor no estatal pueden poner en funcionamiento la legítima defensa reconocida en el art. 51 de la Carta de las Naciones Unidas, ahora nos tenemos que detener en las condiciones del ejercicio de dicho derecho de legítima defensa.
En primer lugar, debemos preguntarnos acerca de la situación en la que se encuentra el Estado desde el que se lanzan los ataques terroristas. Todos los Estados cuentan en su patrimonio con el derecho a la inviolabilidad de su territorio, lo que excluye la utilización de la fuerza armada por parte de otro Estado en su territorio sin su consentimiento83. Ahora bien, este derecho del Estado no puede convertirse en un paraguas que sirva para amparar situaciones en las que un Estado permita, aliente o incluso contribuya, a acciones de grupos terroristas contra intereses legítimos de terceros Estados. Estas obligaciones de los Estados de prevenir cualquier tipo de actividad terrorista desde su territorio contra otros Estados y de luchar eficazmente contra dichas actividades han adquirido incluso carácter consuetudinario para la Corte Internacional de Justicia84. Este planteamiento conduce, según Melzer, a que un Estado que no pueda o no quiera («unable or unwilling»)85 prevenir el uso de su territorio como base para actividades hostiles contra terceros Estados «pueda tener que tolerar una acción defensiva necesaria y proporcional dentro de su territorio soberano»86. Esta postura ha sido criticada por algunos internacionalistas pakistaníes, que consideran que los ataques con drones en su país constituyen una clara «violación de la soberanía de una nación que proclama oficialmente ser un aliado importante en la lucha contra el terrorismo»87. Para Dawood Ahmed, no hay ninguna norma convencional que permita una acción armada defensiva en el territorio de un Estado «simplemente porque presuntamente ese Estado no puede o no quiere prevenir potenciales ataques terroristas»88. En esta línea, un tribunal de Pakistán ha llegado a dictaminar que
Los dos principios fundamentales que regulan el ejercicio del derecho de legítima defensa son la necesidad y la proporcionalidad 90, principios que también han adquirido carácter consuetudinario91. El principio de necesidad apunta a que el Estado que ha sido atacado, o que está a punto de serlo mediante un ataque inminente92, no cuenta con otros medios para repeler o evitar el ataque que el recurso a la fuerza armada. La necesidad nos lleva a otra de las características esenciales del ejercicio de la legítima defensa, como es la inmediatez. La respuesta armada debe ser una respuesta inmediata que pretende contrarrestar los efectos de un ataque armado previo o inminente si realmente se quiere justificar como legítima defensa. En el caso de los atentados terroristas del 11 de septiembre, Pons Rafols y Paniagua señalan que «parece más bien una forma de castigo o de represalia por los atentados sufridos que se pone en marcha tres semanas después de ocurridos los hechos»93. La cuestión de la proporcionalidad de la respuesta armada defensiva también resulta problemática, ya que surgen dudas de hasta qué punto es apropiada y proporcional una respuesta de carácter armado a un ataque terrorista. Aunque la respuesta armada fuera proporcional en el caso de los atentados del 11 de septiembre, nos asaltan muchas más dudas cuando la respuesta armada se produce en casos como Yemen o Somalia, donde la gravedad y la intensidad de los ataques terroristas es infinitamente menor. En todo caso, para poder justificar la utilización de drones alegando la legítima defensa, el ataque terrorista tiene que alcanzar tal grado de intensidad que se pueda considerar como un «ataque armado», sin que sirvan actos terroristas «aislados o de alcance limitado»94.
También existen dudas más que justificadas por lo que puede suponer la aceptación del argumento de la legítima defensa para el sistema de seguridad colectiva instaurado en la Carta de las Naciones Unidas para velar por el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales. La respuesta armada defensiva supondría una reacción unilateral por parte de Estados Unidos con un papel del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas como auténtico «convidado de piedra»95. Este ejercicio espurio del derecho a la legítima defensa puede acabar dinamitando el sistema de seguridad colectiva establecido en la Carta de las Naciones Unidas con el pretexto de luchar contra el terrorismo96.
Podemos concluir, por tanto, que el argumento de la legítima defensa para justificar la utilización de drones en el marco de la lucha contra el terrorismo no deja de resultar problemático. Vamos a analizar a continuación la otra excepción al principio de la prohibición del uso de la fuerza en las relaciones internacionales: el consentimiento del Estado en el que se despliegan los drones.
El consentimiento válido de un Estado relativo a la utilización de drones en su territorio para asesinatos selectivos en el contexto de la lucha contra el terrorismo excluye la ilicitud del uso de la fuerza armada97. Como dispone al respecto el art. 20 del Proyecto de Artículos sobre la Responsabilidad del Estado por hechos internacionalmente ilícitos98,
Ahora bien, el consentimiento no convierte automáticamente en legal el ataque con drones99. En primer lugar, en ningún caso se podría consentir la violación de una norma imperativa de Derecho internacional general, como el derecho a la vida por ejemplo100. Éste es el sentido del art. 26 del Proyecto de Artículos que acabamos de citar cuando establece que «ninguna disposición del presente capítulo excluirá la ilicitud de cualquier hecho de un Estado que no esté de conformidad con una obligación que emana de una norma imperativa de Derecho internacional general». Por otro lado, aunque el ataque con drones no vulnere la soberanía del Estado donde tiene lugar y, por tanto, no sea ilícito porque este consiente, habrá que analizar en cada caso concreto su legalidad desde el punto de vista bien del DIH, bien del DIDH, en función de cuál de estos dos regímenes resulte aplicable, como veremos posteriormente.
Estas limitaciones al alcance del consentimiento llevan a algunos a defender que el Estado que consiente la utilización de drones en su territorio tendría la obligación de imponer condiciones bastante estrictas a dicha utilización. Como ha señalado Philip Alston a este respecto, el Estado que consiente debería, «como mínimo, exigir al Estado que va a utilizar drones que le demuestre que la persona contra la que se va a utilizar fuerza letal es un objetivo legítimo»101. Además, después de cada asesinato selectivo con drones, «el Estado que dio el consentimiento debería asegurarse de que fue legal y, en caso de duda, investigar»102. Y, por último, si de esa investigación se deduce que el asesinato selectivo no cumplió con todos los requisitos legales, el Estado que consintió «debería procesar a los presuntos culpables y compensar a las víctimas»103. Lo cierto es que todos los indicios apuntan a que el consentimiento para la utilización de drones suele ser un cheque en blanco que deja todo en manos de la discrecionalidad del Estado que los utiliza, sobre todo cuando es un Estado tan poderoso y con tanta influencia en los países que consienten como Estados Unidos104.
Los casos en los que todo parece indicar que los Estados en cuyo territorio se utilizaron drones consintieron son Yemen y Pakistán. En el caso de Yemen no hay dudas, ya que hay evidencias en torno a que desde las más altas instancias gubernamentales se otorgó el consentimiento para utilizar drones por parte de Estados Unidos en la lucha contra Al-Qaeda in the Arabian Peninsula (AQAP), la rama local de Al-Qaeda105. El propio Relator Especial sobre Terrorismo y Derechos Humanos ha recibido confirmación oficial por parte del Gobierno de Yemen de que Estados Unidos solicita su consentimiento para cada operación letal con drones dentro de su territorio106.
En el caso de Pakistán, la cuestión del consentimiento se complica ante los vaivenes y los cambios de postura adoptados por el Gobierno en relación con el uso de los drones. De nuevo hay evidencias más que suficientes para demostrar que, por lo menos hasta 2012, los sucesivos presidentes de Pakistán otorgaron su consentimiento a la utilización de drones en su territorio107, aunque en ocasiones lo negaran públicamente debido a la creciente oposición a los drones por parte de la opinión pública pakistaní. Esta situación comienza a cambiar dramáticamente por dos acontecimientos que supusieron un notable enfriamiento de las relaciones bilaterales entre Estados Unidos y Pakistán. Nos referimos, en primer lugar, a la operación de las fuerzas especiales norteamericanas (JSOC, Joint Special Operations Command) en Abbottabad (Pakistán) en mayo de 2011 que puso fin a la vida de Bin Laden y, en segundo lugar, a la muerte por error de 24 soldados pakistaníes en un ataque aéreo de la OTAN108. Lo cierto es que estos hechos contribuyeron no sólo a enturbiar las relaciones entre los dos países, sino que motivaron un cambio de postura radical en relación con el uso de los drones. Fruto de ello, las dos cámaras del Parlamento pakistaní aprobaron una Resolución el 12 de abril de 2012 en la que, entre otras cosas, solicitaban un cese inmediato de los ataques con drones dentro de sus fronteras109. Desde entonces esta postura no ha cambiado, habiendo sido incluso confirmada por un tribunal pakistaní, como vimos110. Como señala al respecto el Relator Especial sobre Terrorismo y Derechos Humanos, Ben Emmerson, la nueva Administración surgida de las elecciones de mayo de 2013 sigue manteniendo que el uso de los drones en la zona de Waziristán «es contraproducente, contrario al Derecho internacional, una violación de la soberanía pakistaní y, en consecuencia, debe cesar inmediatamente»111. Por tanto, concluye el Relator, el uso de los drones en Pakistán supondría una «violación de la soberanía pakistaní, salvo que se justifique acudiendo a la legítima defensa»112.
Una vez analizados los problemas que suscita la utilización de los drones desde la perspectiva del ius ad bellum, ahora toca abordarlos desde la óptica del DIH.
Uno de los requisitos indispensables para que podamos aplicar las normas del DIH es que estemos en presencia de una situación de «conflicto armado», término cuyos contornos no están totalmente clarificados113. Si no nos encontramos ante un conflicto armado, entonces resultarán de aplicación las normas del DIDH, de carácter mucho más protector en cuanto a quién puede considerarse como un objetivo legítimo de un ataque selectivo con drones y bajo qué condiciones se puede llevar a cabo dicho ataque.
La emergencia de la denominada guerra contra el terrorismo tras los atentados del 11 de septiembre ha venido a trastocar alguna de las categorías básicas del DIH, como la propia definición de conflicto armado. En este sentido, tanto la Administración Bush como la Administración Obama consideran que el conflicto con la red terrorista Al-Qaeda es un conflicto armado y que, por tanto, el régimen que resulta aplicable es el DIH. Ello ha conducido a una «aplicación expansiva del DIH a cualquier operación antiterrorista, independientemente de si los requisitos exigidos para estar ante un conflicto armado se cumplen o no»114. Y debemos reconocer que las normas del DIH son mucho más permisivas que las del DIDH en lo concerniente a quién puede considerarse como un objetivo legítimo de un ataque con drones, lo que puede convertirse en una auténtica tentación para algunos Gobiernos. Como ha señalado Philip Alston con cierta preocupación, estamos asistiendo a una imparable tendencia «a expandir quién puede ser objetivo legítimo de un ataque y bajo qué condiciones»115, lo que puede acabar otorgando una «vagamente definida licencia para matar»116.
Uno de los puntos más polémicos de la actual lucha contra el terrorismo es la cuestión de los límites geográficos y si hemos asistido a la emergencia de lo que se denomina un «campo de batalla global»117. La postura oficial de Estados Unidos es que el conflicto armado con Al-Qaeda no puede contar con límites territoriales definidos, dada la ubicuidad transnacional con la que opera la red terrorista Al-Qaeda. El establecer límites territoriales estrictos a la existencia de un conflicto armado y, por tanto, a la aplicación del DIH, supondría la creación de santuarios desde los que seguir atacando y territorios seguros para los terroristas por el mero hecho de cruzar una frontera118. A pesar de que el concepto de «campo de batalla global» no cuenta con respaldo jurídico internacional, sí que es posible aceptar una cierta extensión de los límites geográficos de un determinado conflicto armado para prevenir, precisamente, la evasión de la aplicación del DIH. Pero para que ello sea posible tiene que haber un «nexo»119, una «relación sustancial»120 entre el conflicto armado original y las actividades llevadas a cabo más allá de los límites geográficos de ese conflicto. Este vínculo es un elemento esencial que hay que determinar en relación con el uso de drones en la actual lucha contra el terrorismo, ya que «no siempre está claro si los individuos asesinados selectivamente son de hecho miembros de los mismos grupos armados contra los cuales Estados Unidos está luchando en Afganistán»121. Esto nos lleva a considerar que las hostilidades entre Estados Unidos y grupos de la red terrorista Al-Qaeda en la zona fronteriza de Waziristán en Pakistán forman parte del mismo conflicto armado que tiene lugar en Afganistán, por lo que resultaría aplicable el DIH. En cambio, es mucho más dudoso que las operaciones con drones en Somalia o Yemen se puedan considerar como parte del mismo conflicto armado. Entonces habría que demostrar que las hostilidades en estos países constituyen un conflicto armado entre los grupos terroristas y Somalia o Yemen si queremos que resulte de aplicación el DIH en lugar del DIDH.
El DIH distingue entre dos tipos de conflicto armado, el conflicto armado internacional y el conflicto armado no internacional, «aunque dibujar una línea de demarcación clara entre ellos no sea una tarea tan sencilla como parece a primera vista»122. No existe ninguna otra categoría, aunque ha habido intentos por parte de Estados Unidos de ampliar esta tipología para incluir la guerra contra el terrorismo como conflicto armado de carácter transnacional o global, algo que ha sido desechado ampliamente por la doctrina123. Como ha puesto de manifiesto Amnistía Internacional en un informe sobre los drones en Pakistán, no es aceptable la idea de que el Derecho internacional le permita a Estados Unidos «involucrarse en un conflicto armado de alcance global contra una difusa red de actores no estatales o que sea legal asesinar selectivamente individuos en cualquier lugar y en cualquier momento en que Estados Unidos lo considere apropiado»124. Lo cierto es que no es necesaria una nueva categoría, ya que ciertos componentes de la guerra contra el terrorismo sí se podría considerar que caen bajo el paraguas de un conflicto armado no internacional, como por ejemplo las hostilidades entre Al-Qaeda y Estados Unidos en Afganistán e, incluso, en determinadas zonas de Pakistán125. En cambio, las hostilidades en otros escenarios como Yemen o Somalia encajan con mayores dificultades en lo que se entiende como un conflicto armado.
Durante mucho tiempo el DIH ha sido incapaz de ofrecer una definición satisfactoria de lo que se puede considerar como un «conflicto armado». Ni las Convenciones de Ginebra ni sus Protocolos Adicionales zanjaban esta indefinición. En los últimos años hemos asistido a un interesante proceso de clarificación, siendo la culminación la definición aportada por la International Law Association (ILA) en 2010. En su cualificada opinión, «al menos dos características se encuentran presentes en todos los conflictos armados: 1) la existencia de grupos armados organizados, y 2) involucrados en una lucha de cierta intensidad»126.
Aquí también surgen dudas en torno hasta qué punto la red terrorista Al-Qaeda es realmente un grupo armado con un suficiente grado de organización y de coordinación, y si tiene capacidad para involucrarse en ataques de una envergadura e intensidad suficientes como para considerarse ataques armados127. Si bien hasta 2001 se puede argumentar que Al-Qaeda podía considerarse «como un grupo organizado con un claro liderazgo e incluso una localización fija»128, la invasión de Afganistán por parte de Estados Unidos «precipitó la dispersión física del grupo y la transición hacia una red descentralizada de grupos e individuos operando sobre la base de una ideología compartida»129. Los atentados posteriores en Bali, Madrid o Londres es mucho más difícil vincularlos y atribuirlos a un único grupo terrorista, «aunque los perpetradores parecen haberse inspirado en la ideología de Al-Qaeda»130. Comparto la conclusión de Noam Lubell en el sentido de que «si estos incidentes han sido llevados a cabo por grupos separados sin una dirección unificada y organizada y sin una estructura de control, entonces es mucho más difícil sumarlos todos como evidencia de un conflicto armado previo»131. En consecuencia, si esas acciones no cruzan el umbral de lo que se considera como un conflicto armado, su regulación no caería bajo el DIH, sino que el régimen aplicable sería el DIDH.
Si nos encontramos en el marco de un conflicto armado, todo ataque con drones debe respetar los principios básicos del DIH como son los principios de distinción, proporcionalidad, necesidad militar y humanidad. Ahora bien, el análisis en torno a si los ataques con drones por parte de Estados Unidos respetan o no estos principios está muy condicionado por una absoluta falta de transparencia en cuanto a los criterios que justifican el uso de asesinatos selectivos con drones, los procedimientos que se siguen al respecto y las investigaciones que llevan a cabo las autoridades norteamericanas, si es que las llevan, para determinar si las operaciones son exitosas o, en cambio, pueden quedar empañadas por daños colaterales entre la población civil132. Obviamente, a ello no ayuda en absoluto que la mayor parte de las operaciones con drones sean llevadas a cabo por la CIA, con una sórdida historia de secretismo y de operaciones encubiertas bordeando, o traspasando directamente, la legalidad133.
Un principio absolutamente básico que ha adquirido el carácter de norma consuetudinaria es la distinción entre población civil y población combatiente134, siendo esta última la única que puede ser objeto legítimo de un ataque. Lo cierto es que el respeto del principio de distinción es especialmente problemático, dado que los grupos terroristas se entremezclan con la población civil como parte de su estrategia. La población civil pierde su protección especial cuando «participan directamente en las hostilidades y mientras dure tal participación»135. Es decir, una persona que esté participando directamente en las hostilidades puede considerarse como un objetivo legítimo de un ataque con drones. De todas maneras, no existe una definición de «participación directa en las hostilidades» en el DIH ni en la práctica de los Estados, lo que ha dado lugar a dudas y ambigüedades en relación con quiénes pueden ser un objetivo legítimo de un ataque con drones. Tal y como señala el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), la noción de participación directa en las hostilidades se refiere a «actos hostiles específicos llevados a cabo por individuos como parte de la conducción de las hostilidades entre partes de un conflicto armado»136. El requisito más importante para que se pueda considerar que una persona participa directamente en las hostilidades es que haya un vínculo (nexo beligerante) entre las actividades que lleva a cabo una determinada persona o un grupo de personas y el desarrollo de las hostilidades. En consecuencia, solamente se considerarían como participación directa en las hostilidades aquellas acciones que apoyan directamente el combate, mientras que «acciones más atenuadas tales como el proporcionar ayuda financiera o tareas de propaganda»137 no entrarían dentro de esa categoría, por lo que sus responsables no podrían ser un objetivo legítimo de un ataque con drones.
Por su parte, los miembros de los grupos armados organizados dejan de ser civiles mientras sigan siendo miembros en virtud de lo que el CICR denomina «función continua de combate» (continuous combat function), por lo que se consideran como objetivos legítimos mientras dure su condición de miembros del grupo armado138.
Como vimos en su momento, dada la notable precisión de los drones y su capacidad de vigilancia durante largos periodos de tiempo, pueden estar en condiciones privilegiadas para garantizar el principio de distinción y la protección debida a la población civil139, lo cual no quiere decir que necesariamente tenga que ser así. De hecho, la práctica generalizada de los denominados signature strikes hace que planeen serias dudas acerca de la compatibilidad de la utilización de los drones por parte de Estados Unidos con el principio de distinción. Los ataques basados en imprecisos patrones de comportamiento, y no en la participación directa en las hostilidades o en la condición de miembro de un grupo armado, no sólo constituyen una brecha en la línea de flotación del principio de distinción, sino que quedan muy lejos «de las precauciones y presunciones que se deben aplicar en caso de duda»140.
La proporcionalidad de un ataque depende de la importancia militar del objetivo. Tal y como establece el art. 51.5.b) del Protocolo I Adicional a los Convenios de Ginebra, se consideran ataques indiscriminados y, por tanto, quedan prohibidos, «cuando sea de prever que causarán incidentalmente muertos y heridos entre la población civil, o daños a bienes de carácter civil, o ambas cosas, que serían excesivos en relación con la ventaja militar concreta y directa prevista». Por ende, como vemos, no se excluyen totalmente los daños colaterales, pero tienen que ser proporcionales con la ventaja militar que se espera conseguir. Es decir, en cada ataque con drones se deberá llevar a cabo un análisis muy cuidadoso de la ventaja militar que supone un determinado objetivo en relación con los daños incidentales que previsiblemente va a causar dicho ataque. En este punto, debemos reconocer que, a pesar de que no contamos con datos totalmente fiables, los daños colaterales asociados a algunos de los ataques con drones nos hacen dudar seriamente de que hayan sido ataques respetuosos del principio de proporcionalidad141.
Por último, los principios de necesidad militar y de humanidad son principios complementarios a la hora de limitar la discrecionalidad de las partes en un conflicto142. El principio de necesidad militar permite solamente el uso de aquella fuerza que sea necesaria para alcanzar los objetivos legítimos del conflicto. Y recordemos que el objetivo de un conflicto no es acabar sistemáticamente con el adversario, sino «la sumisión del enemigo de la manera más rápida posible y con el mínimo gasto de vidas humanas y de recursos»143. Por su parte, el principio de humanidad establece la prohibición de «armas, proyectiles, materia y métodos de hacer la guerra de tal índole que causen males superfluos o sufrimientos innecesarios»144.
Cuando no nos encontramos en una situación de conflicto armado, el régimen que resulta de aplicación al uso de drones para ataques selectivos es el DIDH, un ordenamiento mucho más estricto y menos permisivo que el relativo a los conflictos armados. Es por ello que algunos Estados se suelen mostrar reacios a aplicar estas normas, sobre todo cuando operan fuera de su territorio145, ya que consideran que restringe su margen de maniobra en la lucha contra el terrorismo146.
Además del Pacto Internacional de derechos civiles y políticos y de las normas de los sistemas regionales que resulten de aplicación en cada caso, hay dos normas de soft law que establecen un régimen específico para el uso de la fuerza armada en contextos de aplicación de la ley (law enforcement). Me refiero al Código de Conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley (1979)147 y a los Principios Básicos sobre el Empleo de la Fuerza y de Armas de Fuego por los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley (1990)148. Como dispone el art. 3 del Código de Conducta, «los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley podrán usar la fuerza sólo cuando sea estrictamente necesario y en la medida que lo requiera el desempeño de sus tareas» (la cursiva es nuestra). Como vemos, a diferencia de lo que ocurría bajo el principio de la necesidad militar en el DIH, aquí el uso de la fuerza es auténticamente excepcional, se trata de la ultima ratio cuando no hay otra manera de detener el peligro inminente para la vida que puede suponer una determinada persona149. Por tanto, el asesinato selectivo de un presunto terrorista con drones será ilegal si desde el inicio de la operación ese era el objetivo; bajo el paradigma de los derechos humanos no se puede eliminar a una persona si es posible su captura, precisamente algo que impide un ataque con drones150. Lo cierto es que si el programa de drones de Estados Unidos se mira desde el prisma del DIDH, debemos llegar a la conclusión de que su legalidad es más que dudosa151. A este respecto, son muy significativas las palabras del anterior Relator Especial sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias, Philip Alston: «Fuera de un conflicto armado, el uso de drones para asesinatos selectivos casi nunca va a ser legal»152.
La revolución tecnológica también está afectando a la manera como se usa la fuerza por parte de los Estados. Uno de los avances tecnológicos más relevantes tiene que ver con el creciente uso de aviones no tripulados por parte de Estados Unidos para llevar a cabo asesinatos selectivos en el marco de la lucha contra el terrorismo, lo que plantea notables retos tanto desde el punto de vista ético como desde el plano estrictamente jurídico. Los drones no constituyen per se un arma de carácter indiscriminado, por lo que no resultan prohibidos por el DIH. Ahora bien, en un contexto de conflicto armado su utilización debe estar regida en todo momento por una aplicación escrupulosa de los principios de distinción, proporcionalidad, necesidad militar y humanidad. Si bien los drones, dadas sus características técnicas relacionadas con la precisión, pueden suponer un acicate para el cumplimiento de estos principios, algunos datos resultantes de su utilización en la práctica nos obligan a acercarnos a ellos con una gran cautela. Tanto el elevado número de víctimas civiles como la mayor propensión a «eliminar» a presuntos terroristas con los ataques con drones, aunque en ocasiones no responda al criterio de la necesidad militar, arroja algunas dudas significativas respecto de su utilización. Estas dudas se acrecientan cuando no nos encontramos en el marco de un conflicto armado. Debemos reconocer que en los supuestos en los que resulta de aplicación el DIDH, un ataque con drones para eliminar a un supuesto terrorista es mucho más difícil de justificar, ya que tiene que ser un ataque estrictamente necesario y responder al criterio de la ultima ratio, es decir, que no existan otros medios para la captura e interceptación del supuesto terrorista.
Por tanto, si bien somos conscientes de que los drones han venido para quedarse y se van a convertir en un ingrediente común en los conflictos contemporáneos y en la lucha contra el terrorismo, su utilización no deja de plantear dilemas bastante serios. Este artículo tan sólo ha esbozado algunos de ellos.
La creciente utilización de aparatos aéreos no tripulados, conocidos popularmente como drones, en el marco de la lucha contra el terrorismo, está planteando algunos serios interrogantes tanto desde el punto de vista ético como desde el prisma del Derecho internacional. Debemos reconocer que los drones se han convertido en un elemento estratégico clave dada la naturaleza asimétrica de la mayor parte de los conflictos contemporáneos y dadas las ventajas asociadas a su utilización. Todo ello apunta a que la extensión del uso de drones con fines militares es un proceso de carácter irreversible. El presente artículo tiene por objeto analizar las principales cuestiones jurídico-internacionales planteadas por la utilización de los drones por parte de Estados Unidos en teatros de operaciones tan distintos como Afganistán, Irak, Pakistán, Yemen o Somalia. Mientras que la primera parte del artículo está destinada a describir los pros y los contras de la creciente utilización de drones en los conflictos armados contemporáneos, en la segunda abordamos los principales interrogantes de carácter jurídico-internacional. Así, analizamos la legalidad de los drones como arma de guerra per se, su legalidad desde el punto de vista del ius ad bellum y del ius in bello para, por último, entrar de lleno en su consideración desde la óptica del Derecho internacional de los derechos humanos.
Palabras clave: drones, Derecho internacional, uso de la fuerza, legítima defensa, ius ad bellum, Derecho internacional humanitario, Derecho internacional de los derechos humanos.
The increasing use of unmanned aerial vehicles (UAVs), also known as drones, in the framework of the war on terror is posing serious challenges both from an ethical and from an international legal perspective. We must accept that drones have become a strategic tool, given the asymmetrical nature of contemporary conflicts and the advantages of their use. In fact, their use for military purposes is an irreversible process. This paper aims to explore the main legal issues raised by the United States use of drones in places such as Afghanistan, Iraq, Pakistan, Yemen and Somalia. While the first part of the paper assesses the pros and cons of the use of drones in contemporary conflicts, the second deals with the legal implications. Thus we analyze the use of drones as a weapon per se, their legality from the angle of both ius ad bellum and ius in bello, and, finally, from the perspective of International Human Rights Law.
Keywords: drones, International Law, use of force, self-defence, ius ad bellum, International Humanitarian Law, International Human Rights Law.
L'utilisation d'aéronefs télécommandés (plus couramment connus sous le nom de drones) dans le cadre de la lutte contre le terrorisme a pris une ampleur croissante qui pose de graves questions éthiques et du point de vue du Droit international. Les drones sont devenus, il faut le reconnaître, un élément stratégique clé, et cela est dû au caractère asymétrique de la plupart des conflits actuels et aux avantages qu'entraîne leur usage. Tout signale que la propagation des drones militaires est un processus irréversible. Cet article a pour objet l'analyse des principales questions juridico-internationales posées par l'utilisation des drones par les États-Unis dans des théâtres d'opérations aussi divers que l'Afghanistan, l'Irak, le Pakistan, le Yémen ou la Somalie. Tout d'abord, l'article examine les avantages et les inconvénients de l'utilisation des drones dans les conflits armés actuels. Ensuite, il aborde les principales questions à caractère juridico-international. La légalité des drones en tant qu'arme de guerre per se sera d'abord remise en cause et puis, après avoir révisé leur légalité du point de vue du jus ad bellum et du jus in bello, ils seront examinés dans le cadre du Droit international des Droits de l'Homme.
Mots-clés: drones, Droit international, recours à la force, défense légitime, jus ad bellum, Droit international humanitaire, Droit international des Droits de l'Homme.