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EDITORIAL

EL DERECHO INTERNACIONAL EN LOS ALBORES DEL SIGLO XXI: LUCES Y SOMBRAS

Las luces y las sombras en el Derecho internacional han sido y siguen siendo tan abundantes que su tratamiento y análisis podrían dar lugar a un trabajo muy largo y complejo. Bajo esa perspectiva, no obstante, en la presente editorial vamos a brindar algunas reflexiones, sucintas y genéricas, sobre la evolución de dos grandes ideas que constituyen realmente la espina dorsal del ordenamiento: en primer lugar, el nivel de seguridad jurídica generado por sus fuentes y, en segundo lugar, la brecha existente entre la dimensión normativa de la disciplina y el plano del control del acatamiento de las normas, y en su caso de las sanciones que el incumplimiento acarrea.
1. Empiezo hablando del primero de los planos apuntados, el normativo, o lo que es lo mismo, del sistema de fuentes de la disciplina y del nivel de seguridad jurídica que esas fuentes generan. Pues bien, en este punto hay que decir que estamos ante un déficit tradicional del Derecho internacional. Sin embargo, contemplada la situación desde estos primeros años del siglo xxi y comparada con tiempos muy anteriores, es preciso dejar constancia de que esa seguridad ha mejorado. Ello es así porque si durante muy largo tiempo la fuente principal de la disciplina ha sido la costumbre —madre de la norma no escrita—, hoy, sin duda, el peso específico de los tratados —padres de la norma escrita— es muy superior al de la norma consuetudinaria. Y ahí está, para demostrar este aserto, el éxito que desde la creación de las Naciones Unidas, y justamente en su marco, está teniendo la codificación del Derecho internacional en temas tales como la protección de los derechos humanos, los propios tratados, las relaciones diplomáticas y consulares, la sucesión de Estados, los usos de los mares y océanos, la exploración del espacio ultraterrestre o la preservación del medio ambiente. Hay que destacar, además, las convenciones auspiciadas por las organizaciones sectoriales de la familia de las Naciones Unidas y las concluidas en el seno de organizaciones regionales como el Consejo de Europa, la Organización de Estados Americanos y la Organización de la Unidad Africana.
Pero la mayor importancia relativa que tienen hoy los tratados y sus normas derivadas —como las resoluciones de las organizaciones internacionales— no ha supuesto ni mucho menos la desaparición de la costumbre, algo que hay que celebrar. Y las causas fundamentales de esta supervivencia son tres. La primera, debido a que si durante mucho tiempo el elemento que primaba en la formación de la norma consuetudinaria era el material —la práctica de los Estados, generalmente la de los más activos y poderosos, en las relaciones internacionales— hoy es mayor el peso del elemento espiritual u opinio iuris —a cuya formación pueden contribuir todos los Estados de la comunidad internacional—, lo que contribuye ciertamente a una mayor democratización de la costumbre. La segunda causa es que ha hecho acto de presencia una nueva forma o manifestación de la costumbre, la de carácter escrito, fenómeno del que tenemos una muestra tan importante como la constituida por la Resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas 2625 (XXV), de 24 de octubre de 1970, relativa a los principios de Derecho internacional que rigen las relaciones de amistad y cooperación entre los Estados. Y es que por dos veces la Corte Internacional de Justicia ha declarado que esos principios constituyen la expresión del Derecho internacional consuetudinario. La tercera y última causa es que normas convencionales adoptadas en una conferencia general de codificación pueden llegar a convertirse en consuetudinarias, obligando así a los Estados no partes en el tratado. En fin, la mayor actividad de la Corte Internacional de Justicia y de otras jurisdicciones internacionales está enriqueciendo la jurisprudencia, que puede ser considerada como una especie de costumbre judicial. Ciertamente, la seguridad jurídica en el Derecho internacional es mayor que en el pasado, y ello supone una zona de luz de la que hay que dejar constancia. Pero también es verdad que mientras la comunidad internacional no se dote de una verdadera institución legislativa al estilo de los parlamentos estatales —realidad que hoy ni siquiera se vislumbra— persistirán en la materia zonas de escasa iluminación.
Pero no solo la costumbre y los tratados imponen deberes a los Estados, porque para regular sus relaciones existen hoy pautas de conducta de otra procedencia. Se trata de los MOU’S o «acuerdos no normativos», frecuentes incluso en temas relevantes, generadores de obligaciones morales y políticas y que se observan habitualmente. Se trata igualmente de los llamados principios de soft law, resultantes de resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas y frecuentes por ejemplo en el importante ámbito de la ayuda al desarrollo, y con efectos similares a los de los MOU’S. Se trata finalmente de los entendimientos conseguidos en el seno de grupos restringidos e informales de Estados, como por ejemplo el llamado G-20, con un importante impacto en el sistema financiero internacional. Es evidente que la seguridad jurídica que brindan las obligaciones resultantes de estos instrumentos no es la óptima ni mucho menos y que sería preferible, por supuesto, que se impusiesen por la vía de tratados. Es de aplaudir, sin embargo, todo lo que sea limitar la soberanía de los Estados imponiéndoles patrones de comportamiento.
2. En cuanto al segundo de los planos antes apuntados —el del control del cumplimiento de las normas y la imposición de sanciones— aclaro que me refiero a las instituciones y mecanismos encargados de esas funciones. Y sobre este punto hay que decir que los Estados se muestran más dispuestos a la aceptación convencional de las normas que a la creación de procedimientos e instituciones que velen por su cumplimiento.
Y en este orden de ideas me ocupo ahora de la gran cuestión de la solución de las controversias entre Estados, tema que en el aspecto normativo no deja nada que desear, pues el principio esencial que impone la Carta de las Naciones Unidas en su art. 33, y reafirma la citada Resolución 2625 (XXV), proclama el deber de los Estados de solucionar pacíficamente aquellas controversias cuya continuación sea susceptible de hacer peligrar la paz y seguridad internacionales. Estamos, pues, como punto de partida, ante una zona de luz, pero que se oscurece enseguida porque la norma en cuestión obliga únicamente a tratar (sic), o a intentar la búsqueda de la solución. Y por si esto fuese poco, esa búsqueda debe hacerse de conformidad con el principio de la libertad de elección de medios. Se trata, pues, de una manifestación del primitivismo del Derecho internacional, pues si la Carta prohíbe la guerra como ultima ratio para el arreglo de las disputas entre Estados, lo lógico y coherente hubiese sido imponer el deber de lograr o conseguir, no solo de intentar, la solución efectiva de esas disputas. Así las cosas, bien puede decirse que nos hallamos en una zona de sombra del Derecho internacional.
Es cierto que en esta zona de oscuridad penetra algún rayo de luz que nos sitúa más bien en un espacio de penumbra. Ello se produce cuando por vía unilateral o convencional los Estados asumen la obligación de arreglar las controversias por alguno de los medios usuales, incluso a través del recurso a una institución jurisdiccional (tribunal o instancia arbitral). Ubicándonos en el caso de la Corte Internacional de Justicia es preciso apuntar que su Estatuto prevé ambas vías. En cuanto a la aceptación por vía unilateral, hay que decir que es la que tiene lugar cuando, con base en el párr. 2 del art. 36, los Estados formulan declaraciones unilaterales aceptando la competencia de la Corte para el conocimiento de asuntos en que coincida el mismo tipo de declaración del otro Estado parte en la controversia. Señalo que, hasta el otoño de 2016, el número de Estados que han hecho este tipo de declaraciones es de setenta y dos, menos de la mitad de los miembros de las Naciones Unidas. Y añado que la efectividad de muchas de ellas está enervada por declaraciones y reservas que restringen su alcance. Además, Estados muy activos en las relaciones internacionales, como son cuatro de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad (Estados Unidos de América, Rusia, China y Francia), son ajenos a ese mecanismo por haber retirado o no haber emitido las declaraciones en cuestión. Y contemplada la actuación de la Corte en un largo periodo de tiempo, el comprendido entre el inicio de sus funciones el 25 de mayo de 1947 y el mes de noviembre de 2016, se comprueba que solo se han inscrito en su registro 164 casos, siendo así que la cifra de controversias entre Estados surgidas durante ese tiempo es sin duda muy superior. Y aunque algunas de esas controversias hayan sido planteadas y resueltas por tribunales arbitrales, está claro que el arreglo jurisdiccional de las disputas, que es a todas luces el medio de solución deseable, ni goza de buena salud, ni en su conjunto se sitúa en una zona de luz de la disciplina sino, todo lo más, en un espacio de penumbra medianamente iluminado.
3. Pasamos ahora a considerar una de las cuestiones en que es más ancha, grave y preocupante la brecha existente entre la norma, el método de control de su cumplimiento y la imposición de las sanciones pertinentes. Me refiero a uno de los más importantes principios normativos que enuncia la Carta de las Naciones Unidas (en el párr. 4 de su art. 2): el que prohíbe la amenaza y uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado. Cabe ver en dicho principio un caso de la penetración del valor de la moralización en la disciplina, cuya presencia significa un claro progreso respecto a etapas anteriores del Derecho internacional, en las que la guerra era considerada un atributo de la soberanía del Estado.
Pero este progreso se esfuma cuando se constatan las violaciones del principio y la adopción en ese caso de las sanciones correspondientes, decisión que se deja, en virtud de la Carta, al arbitrio de los Estados más poderosos del mundo y los más activos en las relaciones internacionales (los miembros permanentes del Consejo de Seguridad) que, mediante el veto, pueden impedir la adopción de las decisiones en cuestión. Y, de hecho, la utilización de estos vetos, o la amenaza de usarlos, han sido muy frecuentes a lo largo del periodo de la guerra fría y en tiempos posteriores. Pero incluso sin riesgo de veto, los Estados pueden mostrarse reticentes o nada favorables a la puesta en marcha de medidas coercitivas que impliquen el uso de la fuerza, que es la sanción mayor que se pueda tomar contra el Estado agresor. Las razones expuestas explicarían la existencia, desde la creación de las Naciones Unidas en 1945, de un alto número de conflictos armados que no han sido objeto de la acción disuasoria o sancionadora del Consejo de Seguridad. Y ello explica también que, produciéndose en estos últimos años episodios de uso de la fuerza como la apropiación de la península de Crimea por Rusia, la preocupante guerra en Siria con implicación internacional y los gravísimos y masivos crímenes de toda índole que perpetra el llamado Estado islámico, estos no sean objeto de la acción coercitiva de la comunidad internacional. Estamos, pues, ante una severa zona de sombra del Derecho internacional, sin duda la más grave en términos de consecuencias de todo tipo para los seres humanos. Y lo que es peor, la situación no tiene visos de desaparecer.
En relación con el uso de la fuerza existe otro sector normativo en la disciplina, que es el llamado Derecho internacional humanitario, en el que la brecha entre el plano normativo y la dimensión de su cumplimiento es abismal, pues únicamente existen las recomendaciones de las llamadas potencias protectoras y los informes de comisiones de investigación, necesitados unos y otros del consentimiento de los litigantes para cumplir sus funciones. Cuando se trata, sin embargo, del castigo de las personas físicas autoras de los crímenes de guerra se registran casos de actuaciones jurisdiccionales nacionales e internacionales.
4. En materia de derechos humanos, la codificación se puede decir que ha alcanzado niveles encomiables, tanto en el marco mundial de las Naciones Unidas como en el marco regional de organizaciones tales como el Consejo de Europa y la Unión Europea, la OEA y Unidad Africana —aunque falta un tratado en el continente más poblado del mundo, que es Asia—. Pero si de este plano pasamos al de los mecanismos de control y sanción, la valoración no puede ser tan satisfactoria. Existen ciertamente instituciones jurisdiccionales que velan por el respeto de los derechos fundamentales en el seno de los tres sistemas regionales citados, pero no en el marco de las Naciones Unidas, que sí cuenta de todos modos con procedimientos muy de apreciar. Sin embargo, es preciso poner de relieve que continúan existiendo en el planeta situaciones de violaciones graves y masivas de los derechos humanos, y entre ellas las perpetradas últimamente contra miles y miles de seres humanos que, huyendo de la guerra, intentan encontrar refugio en países del viejo continente. En suma, pues, zonas de luz y de sombra en la materia, aunque progreso en su conjunto respecto a épocas muy anteriores.
5. En las líneas precedentes he brindado algunas reflexiones sobre las luces y las sombras que se manifiestan en los albores del presente siglo en dos cuestiones esenciales del Derecho internacional: la seguridad jurídica y el control de cumplimiento de las normas y en su caso la imposición de sanciones. Y si sobre el primero de ellos el espacio de sombra se ha reducido, y ensanchado el de luz, en el segundo persisten profundas zonas de oscuridad en el ámbito esencial del mantenimiento de la paz entre los Estados.
José Antonio Pastor Ridruejo
Catedrático de Derecho Internacional Público
Universidad Complutense de Madrid
Antiguo Juez de Tribunal Europeo de Derechos Humanos